"El viento sopla,
las nubes huyen."
(Heinrich Heine)
La llegada de Frederick supuso un cambio agradable en el monótono discurrir de mi vida. Siempre me había caracterizado por una inclinación al disfrute pasivo de las pequeñas satisfacciones que puede ofrecer la vida en el campo. Disfrutaba de tranquilos paseos por la orilla del río; siempre me había atraído el río: el continuo paso del agua, su suave golpeteo contra las piedras, el oscilante movimiento de los peces en el fondo,... No me asustaba la soledad en absoluto; es más, llegaba a desearla con ardor tras esas interminables tardes en las que ineludiblemente tenía que acompañar a mi madre o a mi hermana a sus frecuentes reuniones de té y charla absurda. Muy poco tenían que ver conmigo sus triviales conversaciones sobre la moda de Europa, los comentarios maliciosos sobre el reverendo Carlson y su joven y atractiva esposa, la insana curiosidad sobre el nuevo acompañante de tal o cual señorita,... Me apasionaba la lectura, y todavía hoy es mi gran consuelo, de tal modo que me pasaba largas horas absorta en un apasionante libro o releyendo una y otra vez ciertos fragmentos hasta que se fijaban de modo imborrable en mi memoria. Era moderadamente feliz, consciente de lo que la vida podía ofrecerme y de aquello que de seguro me sería negado.
Hacía tiempo que todo lo relacionada con la vida social había dejado de interesarme. Tenía diecisiete años y casi todo el mundo, en especial mi hermana Elizabeth, daba por supuesto que me quedaría soltera. No me importaba en absoluto, ni que lo pensaran ni que fuese cierto. Sí es verdad que hubo un tiempo, tenía yo unos quince años y Elizabeth trece, en que intenté hacer lo que se esperaba de mí: cuidar mi vestuario y modales, mantener una conversación agradable intercalando alguna delicada palabra en francés para dar un toque de distinción; en suma, comportarme en público como se esperaba de mi edad y sexo. Incluso llegué a aprender a tocar un par de piezas en el pianoforte, piezas que nunca nadie me pidió que interpretara.
Pero, ¿quién podía competir con Elizabeth? El único comentario que suscitó mi cambio de actitud en las reuniones sociales fue el que oí accidentalmente a la viuda del capitán Radcliffe: "Qué distintas son, ¿no le parece?"- le decía a la señora Keller,- "Elizabeth tan bonita y elegante. Y la pobre Charlotte..." Decidí volver a ser invisible.
Sin embargo, apareció Frederick y todo cambió.