lunes, 31 de marzo de 2014

'El niño perdido', de Thomas Wolfe

"(...) Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado."

Esta es parte de la dedicatoria que una buena amiga de entonces- el tiempo tristemente va marcando distancias- me escribió en el libro El arte de amar, de Erich Fromm, que releo de vez en cuando. La estrofa la memoricé pero no sé de quién es, no he tenido la necesidad ni la curiosidad. Pero me gusta. Y es que así es, o así lo creo. Y lo que cada uno de nosotros tiene enterrado, escondido- consciente o inconscientemente-, lo que nos va construyendo y haciendo ser son, en buena parte, los recuerdos. ¿Somos lo que recordamos? En gran medida, sí.

"La luz vino y se fue y vino de nuevo."

En El niño perdido Thomas Wolfe construye, a través de las evocaciones que algunos miembros de la familia hacen de momentos, de sensaciones, de vivencias, el recuerdo de un hermano, del pequeño Grover, víctima del tifus con apenas doce años.

Thomas Wolfe, en propias palabras de William Faulkner uno de los grandes de la literatura americana- en la que destaca principalmente por sus relatos y literatura breve- ha dado vida aquí a una obra de arte. Con un lenguaje que resuena como una cantinela que se pega a los poros, con una sencillez arrolladora y una sensibilidad que agarrota la garganta el autor nos arrulla y nos acuna con la triste dulzura de un pasado que no volverá, de un hermano muy querido que se ha perdido para siempre. 

Thomas Clayton Wolfe (1900-1938)
El niño perdido es Grover, pero hay quizá más niños perdidos en esta historia: la niña que fue su hermana- "en casa de mamá yo era un poco la esclavita..."- el niño que fue el propio Thomas, al que Grover protegía y cuidaba,... La inocencia perdida, la de un tiempo sin retorno posible. 

"Recordar es la única manera de detener el tiempo", decía Jaroslav Seifert. Thomas Wolfe consigue detenerlo en las  noventa y tres páginas de esta deliciosa lectura, pero sabe que no podrá alargar más esa pausa, ese momento. La avenida King le enfrenta de bruces con la realidad de un presente casi ajeno.
"No le dije que la avenida King en esa época no era una calle, sino una especia de camino abierto como por arte de magia entre unos terrenos sombríos y encantados, y que para mí estaba mezclada con la canción de 'Tom,Tom, the Piper's Son', con panecillos de cuaresma, con toda la luz que iba y venía y con las sombras de las nubes que pasaban sobre las montañas, con el viaje a Indiana aquella mañana y el olor del humo de los motores, con Unión Station y, sobre todo, con las voces lejanas y perdidas que hace tanto tiempo atrás decían: 'Avenida King'.
No le dije estas cosas sobre la avenida King porque miré a mi alrededor y vi en qué se había convertido la avenida King."
Y es casi entonces cuando se da cuenta de que es el adiós definitivo. Adiós al niño perdido. Adiós quizá al niño que todos fuimos.
"Todo aquello volvió y se apagó y se perdió de nuevo".
... Perdido ya para siempre.


lunes, 24 de marzo de 2014

'Es un decir', de Jenn Díaz


 "El día que cumplí once años mataron a mi padre."

Con esta aparentemente sencilla frase Mariela comienza en Es un decir la narración de la complicada vida de su abuela, su madre y ella misma tras la tragedia. Las tres mujeres serán el centro de esta historia en la que dos de ellas, principalmente Mariela, tendrán voz propia. La muerte del padre, o peor aun, el asesinato del padre marcará un punto de inflexión que determinará sus vidas en un pueblo de la España profunda de la posguerra, un lugar de murmuraciones, rumores y habladurías pero también de taimados silencios y oscuridad, de engaños y mentiras. 

Mariela querrá saber por qué mataron a su padre, por qué nadie quería enterrarlo,.. Querrá saber para liberarse, para superar el dolor por la muerte del padre, o al menos por la muerte de un padre imaginado y recreado. Pero quizá el saber, más que aligerar, acreciente ese dolor. Puede que ese saber implique más sufrimiento... Pero Marianela no se conforma y ha de crecer, ha de hacerse un señorita, ha de iniciarse en el mundo adulto, y eso implica conocer sus verdades y sus mentiras. Pero en la casa que comparte con su madre y con su abuela el silencio, el aislamiento, la soledad la rodean, la dañan, la asfixian, una asfixia que parecer ser marca (es un decir) de la casa. 
"(...) sin que me deje nada por decir, porque son tantas las cosa que me he ido callando, y ahora todo me pesa tan adentro, sin saber yo mientras guardaba las palabras que algún día me pesarían (...) se clavan por todas partes, las palabras, las dichosas palabras, que lo dicen todo y que no dicen nada..."

Las palabras silenciadas que asfixian por igual al que las calla y a quien ansía escucharlas. En la familia de Mariela las palabras importantes han sido calladas o falseadas y así la verdad tan solo "es un decir".  Es un decir... y Mariela tendrá que ir buscando la palabra exacta, la palabra precisa alejada de paradojas y contradicciones y destapar la verdad, lo que está por descubrir. Y la verdad desnuda, sin ambages, la verdad descarnada se encuentra aquí principalmente en el diálogo interior, en la relación con uno mismo en donde no hay apariencias, disimulos ni escondites.

Aunque heridas y maltrechas, las mujeres protagonistas de Es un decir son mujeres fuertes, mientras que los hombres son seres débiles, sin fuerza, extraños, poseedores de una libertad que las mujeres no conocen pero a los que la guerra ha desubicado y dejado sin rumbo ni arraigo. Mujeres y hombres...

... y verdades y mentiras. Silencios y confesiones. Amores y odios. Desencanto. Valor y cobardía. Rencores y perdones. Muerte y vida. Dos bandos.
"(...) es facilísimo idealizar a un muerto, porque nunca te va a decepcionar. (...) Del muerto es fácil hablar y confiar en él, es alguien que se adapta a tu necesidad, a tu añoranza, y se va moldeando hasta que es justo como tú deseas; a mí me pasó con mi padre, por eso sé tantas cosas sobre los muertos."
Os invito a leer, releer, descubrir, si es el caso, a Jenn Díaz (Barcelona, 1988). Vale mucho la pena. Y no es un decir... 


lunes, 17 de marzo de 2014

'La nariz', de Nikolái Gógol

 
La amiga bloguera Marybel Galaaz comenzaba su reseña de Todas las mujeres, de Guy de Maupassant, con esta sentencia, "Sabido es que Guy de Maupassant fue un loco".  Una gran verdad. Pero no ha sido, no es Maupasssant una excepción; la lista de escritores afectados por alguna enfermedad o trastorno mental  es tan extensa que se ha acabado por identificar de algún modo locura y creatividad. Muy creativos y algo locos fueron admirables autores como Poe, Lovecraft, Alejandra Pizarnik, Virgina Woolf, Marcel Proust, Shelley, Silvia Plath, Hemingway y tanto otros. Y entre estos grandes locos se halla también Nikolái Gógol, nuestro genio-loco protagonista de hoy.
 
Nikolái Vasílievich Gógol nació en Poltava, Rusia, en 1809 y falleció en Moscú a la edad de cuarenta y dos años como consecuencia de una infección intestinal derivada de las alucinaciones que le llevaron a rechazar cualquier tipo de alimento. Nikolái Gógol, el creador de la novela rusa.
 
El relato que os acerco hoy, La nariz, forma parte de un libro de mayor extensión, Historias de San Petersburgo, integrado por relatos que el autor situó en esta ciudad en la que vivió durante apenas un año. En La nariz se aglutinan muchas de las características de su prosa, cuya cumbre alcanzó con la novela Almas muertas. Es La nariz una narración humorística, satírica, fantástica y con un punto surrealista, pura ficción para acercarnos a su realidad, la que percibió en San Petersburgo durante su estancia: una sociedad ceñida a convencionalismos sociales y atiborrada de burócratas vanidosos. 
"El 25 de marzo tuvo lugar en San Petersburgo un insólito suceso. Un barbero de la avenida Voznesenki, Iván Yákovlevich- se desconoce su apellido, el cual se había borrado y nadie se había molestado en volver a grabar sobre el rótulo del señor con la mejilla enjabonada y la leyenda 'También se hacen sangrías'-, el barbero Iván Yákovlevich, decía, se despertó bastante temprano y percibió el olor a pan caliente. Al incorporarse ligeramente en la cama, comprobó que su esposa, una dama bastante respetable a la que le encantaba beber café, sacaba del horno en ese preciso instante el pan recién horneado."

De este modo, con el aroma del pan recién salido del horno, da comienzo la historia en la que  no una nariz cualquiera sino la del mayor Kovaliov cobrará especial e inusitado protagonismo.  Desde ese 25 de marzo hasta el 7 de abril seremos testigos de la huida y andanzas de la nariz y de las peripecias y angustias del mayor que llegará  casi a la desesperación al ver cómo su nariz tiene vida propia, incluso vida social, y cómo llega a usurpar un cargo muy respetable, y lo que es más,  superior en relevancia al del propio Kovaliov. 
 
El relato se lee con una permanente sonrisa, alguna carcajada, y creciente interés por conocer los derroteros por los que nos llevará Kovaliov y su nariz. Y es que, como lectores, también formamos parte de la fantástica historia y la hacemos real durante las setenta y siete páginas. Además, en la edición de la editorial Gadir el texto, como veis, viene acompañado, muy bien acompañado diría,  por las ilustraciones de Esther Saura Múzquiz que complementan estupendamente la lectura.
 
Quienes de vosotros conocéis ya  la prosa de Gógol disfrutaréis mucho con este genial relato, sin duda. Y aquellos que todavía no habéis leído nada del autor tenéis en La nariz una estupenda oportunidad de acercaros a su obra.
"- Perdóneme, no alcanzo a comprender qué pretende decirme... Explíquese... (...)
-  Bueno, yo... yo, por otra parte, soy mayor. Ando sin nariz y convendrá usted que esto es un indecencia. (...)"     

   

lunes, 10 de marzo de 2014

'Las dos señoras Abbott', de D. E. Stevenson


Después de haber leído El libro de la señorita Buncle y El matrimonio de la señorita Buncle se hacía inevitable la lectura del tercer y último título de la serie. La intención era, a decir verdad, leer Las dos señoras Abbott en inglés- no sabía cuándo lo publicaría Alba y tenía muchas ganas de ponerme con él-  pero un pequeño incidente- el lamentable extravío de una bolsa conteniendo esta novela, publicada por Persephone, y otra de Nancy Mitford que casi me lleva a la desesperación- me hizo desistir. Por suerte, Alba no tardó mucho con la publicación. Agradecida les quedo.
 
Comencé Las dos señoras Abbott una tranquila tarde, mientras tomaba un té estrenando mi nuevo tea set Royal Albert- precioso aunque esté mal que sea yo quien lo diga- y con un espíritu sosegado, que Robert Walser denominaría "romántico-extravagante" (El paseo). La lectura no podía haber encajado mejor con este ambiente, este ánimo y esta predisposición al disfrute.
 
Corre el año 1942 y volvemos a encontrarnos con la querida Barbara Buncle, que sigue viviendo  en Wandlebury con su marido, el tranquilo Arthur. Ahora es madre de dos encantadores hijos, Simon y Fay, que llenan su vida de ternura, picardía e inocencia a partes iguales. La vida de los cinco, no nos olvidemos de la anciana Dorcas- Dorkie, le dicen los niños- transcurre apaciblemente aunque de fondo, muy de fondo resuena la II Guerra Mundial. A excepción de una breve escena en el frente- allí se encuentra luchando Sam,  el sobrino de Arthur y esposo de Jerry Abbott, y que ya conocemos de El matrimonio de la señora Buncle- y de una familia escapada de un Londres bombardeado, la guerra y su dolor es apenas imperceptible en las páginas de Las dos señoras Abbott. Se hace evidente que D. E Stevenson asumiría sin dificultad las palabras de Jane Austen
"Que otras plumas se ocupen de la culpa y las desgracias." 

El protagonismo, sin embargo y a diferencia de las dos novelas anteriores, no recae en Barbara de modo directo. De las dos Abbott, Jerry y su entorno adquieren una mayor relevancia. Aún así, Las dos señoras Abbott es una obra eminentemente coral en la que la autora va oscilando su foco sobre unos y otros, y sus varios asuntos

Con Barbara, Arthur, Jerry, Archie Chevis Cobbe- hermano de Jerry que ha evolucionado y madurado muy satisfactoriamente-, Lancreste- enamorado hijo de los Marvell-, algunos militares del regimiento alojado en casa de Jerry gracias a su generosidad, y otros personajes que se van uniendo- una joven y desorientada escritora de novela romántica, un querido personaje de la historia original en Silverstream,...-compartiremos reuniones de té y pastas, aunque estas un tanto escasas por las restricciones de la guerra,  amenas charlas, enredos y equívocos, amoríos varios, mercadillo benéfico en la plaza del pueblo, algún sustillo, paseos a caballo y más charla y té. Todos juntos configuran un afable grupo humano, buena gente con la que no cuesta el más mínimo esfuerzo encariñarse. 

Y una vez concluido el libro se cierra con pena- no sin una caricia de agradecimiento por los buenos momentos- y deseando que no hubiese terminado, con cierta sensación de no-plenitud, de ansias de más. Pero la historia, esta ligera y amable historia, es lo que es y dura lo que dura y con una sonrisa, eso sí con una sonrisa se ha de volver a la realidad. Una lástima tener que despedirse de estos personajes para siempre pero, como al parecer algunos de ellos aparecen en otras obras de la autora, será inevitable el encuentro en algún otro momento. Porque mi experiencia con D. E. Stevenson no acabará aquí.
 
Es gran verdad es lo que dice el filósofo y ensayista alemán Rüdiger Safranski,
"Aspirar directamente a la felicidad es de bobos, puesto que a la felicidad no se le acierta cuando la tenemos en el punto de mira. La felicidad es un epifenómeno. Algo hay que llevar a cabo que a uno le colme, amar a una persona o a alguna cosa, para que el epifenómeno conduzca a una sensación de felicidad. La felicidad no se consigue aposta." 
Pero de igual modo es verdad que en ocasiones resulta muy fácil lograr esos momentos de felicidad, y con bien poco. Un libro, por ejemplo.

lunes, 3 de marzo de 2014

'El amante', de Marguerite Duras


" (...) devastado. (...) Tengo un rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha desecho como algunos rostros de rasgos más finos, ha conservado los mismos contornos pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido."
Marguerite Duras (Indochina, 1914- París, tal día como hoy de 1996) a sus setenta años y tras salir de una intensa cura contra sus problemas con el alcohol recupera en El amante un recuerdo de  adolescencia, su iniciación en el sexo, en la madurez: el encuentro en el transbordador del Meckong y la posterior relación con su amante, un rico comerciante chino de veintiséis años. Ella tenía "quince y medio". Indochina, lugar en el que transcurre la historia es un país en donde "no hay primaveras, no hay renovación" y en el que la protagonista, y su amante también en cierto modo,  se asfixia física y emocionalmente.
 
Pero ese recuerdo, lleno de sensualidad y erotismo, no es más que el epicentro en torno al que, como en una vertiginosa espiral, se ven atrapadas otras memorias, las evocaciones de la tensa relación con su familia: su madre, su hermano mayor y su hermano pequeño- nunca se mencionan sus nombres sino que se alude a ellos por la relación de parentesco que les une-; su hermano mayor, violento y  cruel -el Cazador-, su hermano pequeño siempre a su sombra y lleno de miedo, y una madre desequilibrada, que manifiesta abiertamente su preferencia por el hijo mayor y que despierta en su hija sentimientos encontrados que oscilan entre el amor y el odio.

"qué asco, mi madre, mi amor."  

Amor. Quizá el título de la novela pudiera hacer presagiar una tendencia temática, pero el odio y la muerte están tanto o más presentes que el amor. La muerte quizá sea finalmente la más recurrida y recurrente. El sustantivo muerte, que cierra precisamente la novela, el adjetivo mortal, el adverbio mortalmente y las distintas conjugaciones del verbo morir llegan a repetirse en más de ochenta ocasiones. La muerte de los hermanos, la muerte de la madre, la muerte del hijo al nacer,... la muerte física en distintos momentos de su vida. Pero también la muerte del alma, esa desidia de vivir, ese abandono... 
 

La relación con la muerte es en El amante más clara, digamos, más honesta que la que se establece con el amor. La autora no sabe...
"Ahora la madre y los dos hermanos están muertos. También para los recuerdos es demasiado tarde. Ahora ya no los quiero. No sé si los quise."
ni se permite...
"Lo hizo sin dejar ver una lagrima porque él era chino y esa clase de amantes no debía ser motivo de llanto."
Hay en ella una constante indecisión, una permanente duda.

En el recuerdo de su relación con su amante, Duras se desdobla: por un lado, el yo consciente, el yo del resto de la narración, de la evocación; por otro lado, una tercera persona, "la niña blanca", "la pequeña con sombrero de fieltro", "la putilla blanca",... que mantiene a cierta distancia, como extrañándola. Pero las dos, ella y yo son la misma personalidad compleja. Inocente. Pero ya no.  Porque la niña Lolita está al tanto de las miradas, de los deseos que despierta, de su atractivo, y finge ser y cree ser.
 
Nuestros recuerdos, aunque los creamos muy vívidos, son versiones- normalmente mejoradas- de nosotros mismos, que damos a los demás. Los recuerdos son tan solo una selección de recuerdos para optimizar nuestra propia imagen. Duras es una experta en trabajar con esos recuerdos. Gran parte de su obra gira en torno a los mismos temas: su vida, su familia.


"La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea."
Su historia es en realidad varias historias, varios libros en los que se ha ido reinventando a sí misma. Y en El amante noveliza parte de esos recuerdos-el grado de realidad o ficción no es sustancial aquí-  de manera magnífica, en párrafos cortos, frases breves de gran intensidad, saltando de un tiempo a otro, de un recuerdo a otro para volver más tarde al primero,... Y lo hace buscando la palabra precisa, dolorosa, pretendiendo quizá con la escritura exorcizar sus propios monstruos o aferrarse acaso a la vida...
"(..) tengo vagamente ganas de morir. Ya no vuelvo a separar esa palabra de mi vida. (...) Escribiré libros."   
El amante es una obra magistral que deja el poso denso y fuerte de la gran literatura, de la buena literatura y que, a pesar de sus pocas páginas, ha de ser leído a ritmo lento y en silencio, quizá releído para aprehender la sutileza de lo que no se dice, de aquello a lo que apenas se alude, de lo que se evoca entre líneas, de lo agazapado.