"Hay una virtud sin la cual
todas las demás son inútiles;
esa virtud es el encanto."
(Stevenson)
Frederick había venido a casa por primera vez en la primavera de 1889. Su entrada en nuestras vidas fue, como todo lo que él hacía, dulce y apacible. Mi hermano Edward había decidido invitarlo a pasar las vacaciones al enterarse de que, de otro modo, tendría que quedarse solo en el internado con el estricto y malhumorado señor Wanerbridge, ya que era huérfano y sus tutores, unos tíos lejanos, estaban de viaje por Europa.
Aquella tarde mi hermana Elizabeth, mi madre y yo estábamos en la pequeña sala frente a la biblioteca; ellas bordando y yo, que con mi natural torpeza estaba imposibilitada para emprender y llevar a buen término labores tan delicadas, leía junto a la chimenea.
Edward entró impetuosamente sobresaltando a Pussy, que dormitaba a mis pies, besó a mi madre en la mejilla y, sin decir nada y seguido por los cuatro pares de atónitos ojos, se volvió a alejar a grandes zancadas hacia la entrada donde, con un cómico y exagerado movimiento oscilante de brazos, dio paso a quien, con el tiempo, se convertiría para todos nosotros en `nuestro querido Frederick´.
Describir aquí con palabras la impresión que me produjo se me antoja harto difícil. Lo intentaré. Mi primera percepción fue la de estar ante un atractivo jovencito de unos quince años- más tarde sabría que tenía dieciocho, uno más que yo- alto, delgado, de cabello castaño claro, tez pálida e inmensos ojos azules, y que llevaba un sobrio traje gris, quizás una o dos tallas más pequeño de lo aconsejable. Pero una más penetrante observación a medida que se acercaba animado, y diría que casi empujado, por Edward hizo que se asemejase a la figura de un cervatillo, solo en la inmensidad del bosque, observando con su asustada mirada inocente al cazador que, frente a él, acaba de matar de un certero disparo a su madre. Frederick parecía estar suplicando algo... Pero, ¿qué?
Con paso inseguro se acercó a mi madre y le besó ligeramente la mano que ella le ofrecía:
- `Señora Robson, muchas gracias por la gentileza de acogerme en su hogar´, musitó en voz muy baja pero con gran solemnidad.
- `Encantada, Frederik. Bienvenido a Quiny Manor. Espero que tu estancia aquí te resulte grata. Siéntete como en tu casa´. A Frederick se le veía tenso. Casi me pareció percibir un ligero temblor y cierto encogimiento, como si un dolor repentino se hubiese apoderado de él. `Pareces un chico sensato. A ver si pones un poco de sentido común en la cabeza de este hijo mío´, añadió mi madre dirigiendo una pícara mirada a Edward.
Frederick esbozó una tímida sonrisa que casi se convirtió en una mueca de dolor y se sonrojó. Si yo fuese una artista capaz de plasmar la belleza de un Adonis, la imagen sería la que tenía en ese momento ante mis ojos; Frederick de pie, mirando hacia el suelo como ensimismado en algún punto concreto de la alfombra, iluminado por el resplandor del fuego de la chimenea, con ese aire de indefensión que se percibía en él y que inevitablemente marcaría su destino y el mío.